Llegué a casa de trabajar como a las nueve de la noche,
salude a mi mujer y di un beso a mi hijo, nacido hacia tan solo siete días.
–No para de llorar no sé qué hacer –dijo ella y fue entonces
cuando me di cuenta de la cara de preocupación que tenía.
–Vamos a ver, que es lo que le pasa, ¿tiene hambre?
–pregunté altivo creyendo que controlaba la situación.
– ¿En serio, crees que soy tan estúpida como para tenerlo
llorando tanto tiempo por hambre? –contestó.
Cuatro horas de llanto después incluyendo dos discusiones
entre nosotros y dando vueltas en mi cabeza la idea de que esta aventura de
tener a un hijo no iba a ser la experiencia maravillosa y placentera que sale
en la películas. Partimos hacia el hospital, cansados, enojados, temerosos de
no ser capaces de criar a nuestro hijo, porque al fin y al cabo nadie nos lo
había enseñado. ¿Qué le pasaba al niño, estaría enfermo, sería grave? Angustia.
Llegamos al hospital y atropellándonos el uno al otro
explicamos a la enfermera nuestra versión del fin del mundo, cuando llevábamos
un minuto relatando la catástrofe que se había instalado en nuestras vidas.
Ella nos dijo: –Mientras me siguen explicando a mí, voy a llevar al bebe con el
pediatra para que lo vaya revisando y así ganamos tiempo –Cuando, media hora después,
el médico entró con el bebe dormido en sus brazos, sentimos como si el mundo
fuera otra vez un lugar en el que se puede vivir.
– ¿Qué le pasa doctor? –pregunto su madre todavía
angustiada.
–Tenía hambre –contestó el médico con una expresión de la que
todavía hoy quiero creer que el mensaje era: “No se preocupen esto le puede
pasar a cualquiera, de hecho le pasa a mucha gente”. Pero tengo la duda, creo
que siempre tendré la duda porque lo que en realidad parecía que decía esa
sonrisa era: “Pobre niño, en manos de que tarados está”.
Nosotros nos pusimos rojos de vergüenza.
–Pero si su madre le ha dado el pecho como cinco veces en
estas horas en las que no paraba de llorar –afirme yo en nuestra defensa.
–un momento por favor déjeme auscultarle el pecho –pidió el
médico. Tras unos segundo palpando la teórica fuente de alimento de nuestro
hijo afirmo: –Se le ha cortado la leche, ya no le baja, el niño se callaba cuando
usted le ponía el pecho, porque sentía el calor y la suavidad de su madre, pero
en cuanto se lo despegaba él recordaba de que estaba muerto de hambre y como la
única forma que tiene de pedir comida es llorando, pues lloraba.
Cuando el médico se despidió yo iba a besarle la mano. No se
pueden imaginar, si no han vivido lo
desesperanzador que puede llegar a ser el llanto de tu hijo durante horas.
Cuando él doctor se dio cuenta de que iba a besarle la mano, la retiró casi
asustado: “idiota y rarito este señor” debió de haber pensado. Pero a mí no me
importó que pensara eso porque la vida tenía sentido otra vez.
A continuación entró una enfermera con un bote de leche en
polvo y nos explicó tres veces cómo dársela al bebe, después nos lo anotó en un
papel con letra grande y clara, al final nos preguntó: ¿Me han entendido? Creo
que el médico le debe de haber avisado de que los padres de este pobre bebe son
idiotas así que le pidió un esfuerzo extra para asegurarse de que comprendíamos
el procedimiento, por el bien del bebe.
Como nosotros teníamos la dignidad por los suelos en ese
momento y la autoestima la dejamos en la
casa cuando salimos corriendo al hospital, no nos atrevimos a quejarnos porque
la enfermera nos tratara como idiotas. Creo que le faltó muy poco para
ofrecerse a ir a nuestra casa a preparar los biberones ella misma.
Nadie te dice lo difícil que es sacar adelante a un hijo
hasta que lo tienes y entonces llamas a tu madre angustiado y ella antes de
darte ningún consejo te dice: –Te está bien empleado para que te des cuenta de
lo que nos costó contigo –Pero, ¿Qué tipo de respuesta es esa? ¿Por qué nunca
me dijiste lo difícil que iba a ser? Le pregunté un día, años después. –Te lo
dije un montón de veces, pero siempre me ponías cara de: si mama tú que vas a
saber –contestó ella.






